HOMILÍA DEL VIERNES SANTO
La liturgia del Viernes Santo arranca con el gesto del sacerdote postrado en tierra. Es la postura en la que se encontraba Jesús en el huerto de los Olivos, como una primera caída antes de esas tres caídas del Via Crucis, no por el peso de la Cruz, sino al tomar conciencia de que se le venían encima todos los pecados de los hombres, todos sus dolores y angustias, los nuestros también, y así, postrado se dirige a Dios Padre para conseguir de Él la fuerza para afrontar ese paso decisivo.
Acabamos de escuchar con atención y conmovidos el relato de la Pasión. Hemos escuchado el clamor de la muchedumbre, las palabras de condena, las burlas de los soldados, el llanto de la Virgen María y de las mujeres. Ahora estamos sumidos en el dolor de esta tarde, en el dolor de la cruz, en el silencio de la muerte. En esta celebración estamos reviviendo, en lo más profundo de nuestro corazón, el drama de Jesús, cargado del dolor, del mal y del pecado del hombre.
En esa contemplación, es fácil saborear la recia ternura con que canta hoy la Iglesia: «Dulce leño, dulces clavos, que sostienen tan dulce peso». Es el signo luminoso del amor, más aún, de la inmensidad del amor de Dios, de aquello que jamás habríamos podido pedir, imaginar o esperar: Dios se ha inclinado sobre nosotros, se ha abajado hasta llegar al rincón más oscuro de nuestra vida, hasta la miseria personal que más nos humilla y avergüenza para tendernos la mano y alzarnos hacia Él, para llevarnos hasta Él. Esta es la verdad del Viernes Santo: en la cruz, Cristo, nuestro redentor, nos devolvió la dignidad que nos pertenece.
Vemos ante nuestros ojos esa imagen durísima de Jesús crucificado: Desnudo, clavado con hierros a un madero, con una corona de espinas, con el costado abierto por una lanzada y del acaba de brotar profusamente sangre y agua; todo su cuerpo cubierto de terribles heridas producidas por una cruel flagelación.
Despreciado y rechazado por los hombres, está ante nosotros, como había profetizado Isaías, el «hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, despreciado y evitado de los hombres, ante el cual se ocultaban los rostros» (Is 53, 3).
Ese crucificado elevado sobre el Gólgota en una cruz parece señalar la derrota definitiva de Aquel que había traído la luz a quien estaba sumido en la oscuridad, de Aquel que había ha blado de la fuerza del perdón y de la misericordia, que había invitado a creer en el amor infinito de Dios por cada persona.
En esta tarde cargada de silencio, cargada de esperanza, resuena la invitación que Dios nos dirige a través de las palabras de san Agustín: Tened fe. (…) Mirad, yo os invito a participar en mi vida… Una vida donde nadie muere, una vida verdaderamente feliz, donde el alimento no perece, repara las fuerzas y nunca se agota. Ved a qué os invito… A la amistad con el Padre y el Espíritu Santo, a la cena eterna, a ser hermanos míos…, a participar en mi vida” (cf. Sermón 231, 5).
Por paradójico que parezca, la Cruz es la fuente de la vida. Para saciar nuestra sed, necesitamos contemplarla. Por eso la liturgia de hoy pone en el centro la adoración de la Cruz y nos invita repetidamente a mirar al árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. Antes de la adoración de la Cruz, después de esta homilía, que las rúbricas indican que sea breve, para que sea el silencio elocuente del Crucificado quien nos hable, se hace la oración universal, para que comprendamos que, por mediación de Cristo, que ha borrado el pecado del mundo, podemos pedir todo lo que queramos.
Delante del crucificado quizá debamos reconocer que no siempre reaccionamos con sentido sobrenatural: no siempre hemos deseado lo que se nos ha mandado, no siempre hemos querido, de hecho, la vida que tenemos. Quizá experimentamos en el fondo de nuestra alma una cierta rebelión ante las tareas que tenemos entre manos; seguimos adelante, pero lo hacemos sin gana y nos vamos agriando por dentro. Hacemos lo que nos toca, sí, pero no hacemos lo que queremos: no lo hacemos con amor. Es necesario que pongamos la mirada en el crucificado y aprendamos a amar nuestra vida, descubriendo en ella una llamada de Dios. Esta es mi tarea, esta es mi familia, estos son mis amigos. Podría ser de mil maneras distintas, pero esta —y no otra— es mi vida. Mientras no amemos lo que tenemos entre manos, nada de lo que hagamos será transformador; nos está quizá quitando la vida, pero no la estamos entregando libremente. Es momento de pedirle al Señor un amor renovado por nuestra vocación, con todas nuestras limitaciones, con el deseo de que sepamos, de su mano, llenar de amor la vida que vivimos.
En una homilía de viernes santo en la Basílica de san Pedro, el predicador de la casa pontificia se preguntaba: ¿Cómo se hace para demostrar a alguien que una cierta bebida no contiene veneno? ¡Se bebe de ella antes que él, delante de él! Así ha hecho Dios con los hombres. Él bebió el cáliz amargo de la pasión. No puede estar por tanto envenenado el dolor humano, no puede ser sólo negatividad, pérdida, absurdo, si Dios mismo ha decidido saborearlo. En el fondo del cáliz debe haber una perla.
Fijemos nuestra mirada en Jesús crucificado y pidamos al Señor por intercesión de su Madre, a quien vemos junto a Él de pie: Ilumina, Señor, nuestro corazón, para que podamos seguirte por el camino de la Cruz; haz morir en nosotros el «hombre viejo», atado al egoísmo, al mal, al pecado, y haznos «hombres nuevos», hombres y mujeres santos, transformados y animados por tu amor.
Gabriel de Castro
Vicario del Opus Dei (Madrid)