La inmensa alegría del Jueves Santo en medio de la Semana Santa, pero íntimamente unida a la Cruz del Viernes Santo.

La Eucaristía es un misterio de fe y de amor, dice San Josemaría. De fe porque la razón nunca podría haber conocido este misterio de la presencia real de Jesucristo en las especies consagradas. Y de amor, porque no encontramos motivos humanos por los que pudiéramos aspirar a semejante muestra de amor y de entrega de Dios por nosotros.

En los relatos del Evangelio nada hace suponer que los Apóstoles pudieran imaginar lo que el Señor les iba a entregar en aquella última cena que celebró con ellos. Habían visto los milagros de la multiplicación de los panes y los peces, y el Señor les había hablado a continuación del Pan de Vida, comer su cuerpo y beber su sangre para tener vida eterna (cf Jn 6,53), lo que había supuesto el escándalo de muchos de los que le seguían y la perplejidad de los apóstoles. Pero no podían sospechar que realmente iban a poder comer el Cuerpo de Cristo y beber su propia Sangre; tampoco podían suponer el precio que Cristo pagaría para entregarnos su propio cuerpo. Menos aún podían saber que ellos tendrían el poder de consagrar el Cuerpo y la Sangre de Cristo , y que ambos –la Eucaristía bajo las dos especies sacramentales- podrían quedar con nosotros para siempre, no solo en el momento de la celebración de la Santa Misa sino reservada en el Sagrario, para ser adorada en la oración y para ser llevada a los enfermos. ¡El Sagrario, cárcel de amor, imán que debe atraernos poderosamente como centro de la vida de la Iglesia!

Pero este inmenso don –el mayor que Dios ha podido dar a su Iglesia-, como decíamos, ha costado la muerte de Cristo en la Cruz. Porque la entrega de su Cuerpo no es simbólica, sino real, verdadera y sustancial. Para eso debía entregar físicamente su cuerpo en la Cruz y derramar su Sangre, del costado abierto del que salió sangre y agua, que representan la gracia del bautismo y la Eucaristía.

La Cena Pascual era el acontecimiento más importante de la historia del pueblo de Israel, que con gran solemnidad se repetía cada año, en conmemoración de la liberación de Egipto. La sangre del cordero pascual -cordero sin mancha, que tenía que ser íntegramente consumido, en holocausto- impregnando las puertas de las casas de los judíos les libró de paso del Ángel exterminador que mató a todos los primogénitos de los egipcios.

Ahora, en la nueva Cena Pascual, el cordero será el mismo Cristo –Agnus Dei, Cordero de Dios-, que nos va a liberar no ya de la esclavitud física, sino espiritual, moral: la liberación del pecado. Un Cordero Inmaculado, que carga con todos nuestros pecados. Un Cordero que entrega hasta la última gota de su sangre.

Será un sacrificio de un valor infinito, que abarca toda la historia de la humanidad: es «el único acontecimiento de la historia que no pasa (…) Todo lo que Cristo hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente»1 . No como los sacrificios de la Antigua Ley, que debían ofrecerse continuamente. La Misa es el mismo sacrificio de Cristo, no otro distinto. Se ofrece la misma víctima, Cristo; y el sacerdote que la ofrece es también el mismo Cristo, sacerdote y víctima. Por eso no podemos separar el Cenáculo y el Calvario: la Ultima Cena y la Cruz. En el Cenáculo tendrá lugar de modo incruento, sacramental, el mismo sacrificio que de modo cruento, con derramamiento de Sangre tendrá lugar en el Calvario.

Toda preparación para recibir dignamente a Cristo es poca, en nuestra alma y en nuestro cuerpo, en nuestros sentidos externos e internos. Entramos en la eternidad, es como estar en el Calvario viendo morir a Cristo, aunque ahora de modo sacramental.

Hemos de ver cómo nos preparamos cada uno, y con qué frecuencia nos acercamos a recibirle. Y cómo le damos gracias, y cómo procuramos que después, todo nuestro día, gire en torno a la Misa, donde ponemos nuestras oraciones, trabajos, sacrificios y buenas obras que hemos hecho en las 24 horas anteriores. Es, con otras palabras, lo que nos ha dicho nuestro Cardenal en el breve mensaje sobre la Semana Santa: que la adoración a Cristo nos lleve unirnos a Él en la Cruz y a ayudar a nuestros hermanos en sus necesidades espirituales y materiales.

Hemos de pedir también al Señor que no falten vocaciones sacerdotales, y de sacerdotes santos, que sean almas de eucaristía y cuiden la Santa Misa como la primera y más importante catequesis.

En ese clima de entrega de Nuestro Señor, resulta muy lógico que el Maestro les hable de servir unos a otros –y les da ejemplo lavándoles los pies- y de amarse mutuamente: hasta tal punto es importante que precisamente en esto –en amarse como El nos ha amado- se han de distinguir sus discípulos. Un amor real, operativo, eficaz, humano y espiritual, de verdadera fraternidad.

Este rasgo ha de estar muy presente en toda institución de la Iglesia: que puedan decir de nosotros lo que comentaban los paganos de los primeros cristianos: “mirad como se aman”, ejemplo entre otros en el que muchos de esos gentiles querían imitarles y se convertían.

El recuerdo de la vida sacerdotal y eucarística del Caballero de Gracia nos sirve de ejemplo. Muchos miles de madrileños de aquellos años han adorado aquí a Jesús Sacramentado y se han preparado en la oración y en el sacramento de la confesión.

Nuestra Madre la Virgen no estaba presente en el Cenáculo en el momento de la institución de la Eucaristía. Pero indudablemente enseguida se lo haría saber si Hijo, si es que no se lo hubiera dicho antes. En todo caso, imitémosle en el modo de recibirle, con la pureza, humildad y devoción con que ella le recibió, y con el espíritu y fervor de los santos.

DE LA HORA SANTA

En la Hora Santa se leyeron y comentaron diversos textos de San Juan Pablo II, de Benedicto XVI, del Papa Francisco y del Beato Alvaro del Portillo, intercalados por canciones eucarísticas y ratos de oración en silencio.

Recogemos aquí la parte final de la homilía de Benedicto XVI del Jueves Santos del 2012, en la que comentando la oración de Jesús en el Monte de los Olivos, en la noche de aquel Jueves Santo, y aceptando la voluntad de su Padre Dios, por la que estaba dispuesto a beber el cáliz de su Pasión y Muerte, el Papa nos dice que de este modo nuestro Señor «transforma la actitud de Adán, el pecado primordial del hombre, salvando de este modo al hombre. La actitud de Adán había sido: No lo que tú has querido, Dios; quiero ser dios yo mismo. Esta soberbia es la verdadera esencia del pecado. Pensamos ser libres y verdaderamente nosotros mismos sólo si seguimos exclusivamente nuestra voluntad. Dios aparece como el antagonista de nuestra libertad. Debemos liberarnos de él, pensamos nosotros; sólo así seremos libres. Esta es la rebelión fundamental que atraviesa la historia, y la mentira de fondo que desnaturaliza la vida. Cuando el hombre se pone contra Dios, se pone contra la propia verdad y, por tanto, no llega a ser libre, sino alienado de sí mismo. Únicamente somos libres si estamos en nuestra verdad, si estamos unidos a Dios. Entonces nos hacemos verdaderamente «como Dios», no oponiéndonos a Dios, no desentendiéndonos de él o negándolo. En el forcejeo de la oración en el Monte de los Olivos, Jesús ha deshecho la falsa contradicción entre obediencia y libertad, y abierto el camino hacia la libertad. Oremos al Señor para que nos adentre en este «sí» a la voluntad de Dios, haciéndonos verdaderamente libres. Amén»