Durante la Cuaresma y Semana Santa nos hemos preparado para este momento central de nuestra fe: la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

Hemos acompañado al Señor hasta el Calvario, hemos querido morir a nuestros pecados para poder resucitar ahora con El a esta vida nueva de los hijos de Dios. Que el Señor resucitado nos encuentre bien dispuestos para llenarnos de su gracia.

Renacemos purificados por el fuego en el que hemos encendido el cirio pascual. Nos hemos llenado de su luz que ilumina el mundo para disipar las tinieblas del error. Y Cristo, representado en el cirio, nos ha recordado que El es ayer y hoy y siempre; a El hemos de dar gloria y en sus llagas santas nos protegemos. Es la gran y eterna novedad que vino al mundo hace veinte siglos y debe seguir calando en los corazones de todos los hombres, como el único camino que nos lleva a la salvación.

Nuestra inmensa alegría en esta Noche Santa la hemos expresado en el Pregón Pascual, uniéndonos a los coros de los ángeles y a las jerarquías del cielo que exultan «por la victoria del Rey tan poderoso» y que «la tierra inundada de tanta claridad… se sienta libre de la tiniebla que cubría el orbe entero». ¡No podemos volver a la oscuridad del pecado, queremos vivir en la Luz de la gracia y de la fe»

Hemos recordado en las lecturas momentos trascendentales de la historia del pueblo de Israel, en los que estamos todos representados, empezando por la creación, para no olvidar nuestro origen, para saber qué somos y de dónde venimos, y para qué estamos en el mundo, cuestiones fundamentales que deben orientar toda nuestra vida. Es el amor creador de Dios el que nos ha traído al mundo, por amor y para amar, y sólo así el hombre alcanza su fin y su felicidad: amar a su Dios y Creador, que a la vez es su Redentor y su Santificador, y por El amar a todas las criaturas como hermanos que somos, hijos del mismo Dios y Padre. Y hemos visto que solo El nos puede liberar de la esclavitud del pecado, como solo El pudo liberar a los israelitas de la esclavitud de Egipto. Entonces hizo milagros portentosos para ablandar el duro corazón del faraón. Ahora ha hecho otro milagro infinitamente mayor: ha muerto y ha resucitado. La muerte ha sido vencida; el pecado ha sido derrotado. Nosotros podemos vencer también, viviendo la misma vida de Cristo. Nos lo ha recordado San Pablo en la epístola a los Romanos: así como «Cristo resucitó de muerte a vida por la gloria del Padre, así también nosotros debemos andar en novedad de vida». Nuestro «hombre viejo ha sido crucificado con El» para «no servir ya más al pecado. Si hemos «muerto con Cristo, creemos que juntamente viviremos con El».

Vivir con El y en El quiere decir vivir en gracia, tratarle habitualmente en la oración y en los sacramentos, identificar nuestra mente y nuestra voluntad al querer de Dios, a sus enseñanzas, a sus mandamientos.

Tenemos por tanto motivos sólidos para que nuestra vida esté llena de esperanza, de confianza. No tanto en que los problemas humanos -salud, trabajo, bienestar…- se nos van a solucionar, sino en que en todo momento y circunstancia podemos y debemos tener la alegría y la paz de los hijos de Dios que saben que para los que le aman, «todo contribuye al bien», al bien de su alma, al bien espiritual, al bien que es el imprescindible para la vida eterna.

El Evangelio de esta noche nos habla de la aparición del Señor a María Magdalena y otras santas mujeres, que con gran audacia, sin pararse en los obstáculos van de madrugada a embalsamar el cuerpo del Señor. Nosotros debemos imitarles y actuar con el amor que a ellas les llenaba para buscar al Señor siempre y en toda circunstancia por adversa que parezca. ¡Pero Dios puede más, y con El podemos vencer todo lo que nos impida verle, tratarle, amarle y servirle! Ellas, como después los Apóstoles, le vieron con los ojos de la carne, le tocaron, le palparon, comieron con El… Nosotros le vemos con los ojos de la fe en la Eucaristía, en el Sagrario -también debemos «verle» en los enfermos, en los que sufren, y en las mil situaciones de la vida diaria- y podemos tratarle e incluso alimentarnos con su propio Cuerpo y Sangre, sacramentalmente presentes en la Eucaristía.

A los Apóstoles les cambió la vida ver a Cristo resucitado, y tuvieron ya siempre una fidelidad extraordinaria para difundir el mensaje de Jesucristo por todo el mundo conocido. Nosotros somos continuadores de esa misión, y debemos comportarnos como ellos en nuestro propio ambiente. Debemos sentir que como cristianos -solteros o casados, jóvenes o mayores, sanos o enfermos- estamos llamados a difundir por el mundo el único mensaje que nos puede salvar y transformar nuestro mundo desde dentro, poniendo a Cristo en el centro de toda actividad humana.

Vivamos intensamente el tiempo de Pascua que ahora comenzamos, aumentando cada día nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor.
María alentó y unió a los apóstoles en esos momentos, desde la Ascensión del Señor hasta la llegada del Espíritu Santo en Pentecostés. Recorramos la Pascua de su mano, preparándonos también para la venida del Espíritu Santo. Amén.

Juan Moya
Real Oratorio del Caballero de Gracia