HOMILIA VIGILIA PASCUAL
Queridos hermanos, como hemos escuchado en el Pregón Pascual, la liturgia de esta noche santa no ahorra palabras para expresar su inmensa alegría por la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. La tierra entera se inunda de la claridad que nos trae el Señor, liberada de «la tiniebla que cubría el orbe entero».
Esta es la noche no sólo en que conmemoramos la salida de Egipto de los israelitas, es también la noche en que Cristo «rompe las cadenas de la muerte», nos «arranca de los vicios del mundo», «restituye la gracia», y «ascendiendo victorioso del abismo… une el cielo y la tierra, lo humano y lo divino» (Pregón). Podemos y debemos decir, «¿de qué nos serviría haber nacido, si no hubiéramos sido rescatados?». Estaríamos condenados irremediablemente a la muerte eterna, el mundo entero estaría en poder de las tinieblas.
Ciertamente en el mundo sigue habiendo abundantes tinieblas, abundantes pecados, pero justamente en la medida en que nos alejemos de las luces de Dios, de su fuerza y de su gracia. No obstante, Dios puede más, y hemos de tener una gran confianza en la misión que como cristianos hemos de llevar a cabo en el mundo entero. Una tarea ilusionante, que llena de sentido nuestra vida. Y que no es ajena a las ocupaciones habituales de cada uno, porque el trabajo, la familia, las relaciones humanas, todo es ocasión de hacer en cada momento lo que Dios espera de cada uno. Hemos de «renovar la faz de la tierra», como hemos rezado con el Salmo, la tierra que, como nosotros, ha salido de las manos de Dios, llevamos su impronta, particularmente nosotros que somos imagen y semejanza suya.
Con el profeta Isaías, hemos de decir a los sedientos, «venid a las aguas», a las «aguas de las fuentes del Salvador», que todos necesitamos para vivir con la dignidad y la alegría de los hijos de Dios. Así, como hemos pedido en la oración colecta, nos renovaremos «en cuerpo y alma y nos entregaremos plenamente a tu servicio».
Hemos de ser conscientes de que el mundo nos necesita a los cristianos, quizás hoy aún más, porque hay que impregnar del espíritu de Cristo con cierta urgencia -aunque no es tarea de un día- las costumbres, las leyes, la enseñanza y la cultura en general. Sin mérito nuestro, tenemos la solución para muchos de los graves problemas que afectan a países enteros. No es una solución técnica, sino espiritual, pero con multitud de repercusiones prácticas en los ámbitos más diversos del quehacer humano. Porque en definitivo se trata de «cambiar» al hombre mismo por dentro, para hacerlo mejor: más íntegro, más coherente con sus ideas y creencias, más fuerte ante la adversidad, más generoso, más interesado en servir a los demás, más capaz de convivir en paz con hombres y mujeres de diversas culturas y creencias, ya que todas, en el fondo, deben ser respetuosas con la dignidad del ser humano.
Como Cristo ha resucitado, nuestra fe tiene un fundamento inquebrantable. El Bien, con mayúscula, ha vencido al mal, la Vida ha vencido a la muerte. Todos valemos tanto que hemos costado la muerte de Jesús. Pero con su resurrección nos ha demostrado que verdaderamente él es el Hijo de Dios, el Creador del universo, el Dueño de la historia. Y siendo tan poderoso a la vez quiere contar con nosotros para continuar su misión redentora en el mundo: para eso nos ha traído a la tierra. Y nuestra vocación fundamental consiste en cumplir ese querer de Dios. El mundo y la Iglesia necesitan hombres y mujeres comprometidos con su vocación, conscientes de que han de ser «otros Cristos», identificados con Él, tener sus sentimientos, para hacer una gran siembra de paz y de buena doctrina, que ilumine las mentes y fortalezca las voluntades para hacer el bien.
Por esta senda han caminado los santos de todos los tiempos; como Guadalupe, como el Caballero de Gracia (en proceso de beatificación).
Acogernos a su intercesión, y muy especialmente a la de Nuestra Madre, que desde ahora hasta Pentecostés está especialmente pendiente de los apóstoles, cuidándoles, preparándoles para la venida del Espíritu Santo y el comienzo de la Iglesia. Que cada uno veamos cómo vivir mejor en esta Pascua y después, nuestra vocación cristiana, nuestra misión en el mundo. Y los que pertenecéis a la Asociación Eucarística, los compromisos contraídos en su día.
Estamos desde ayer dentro de la Novena a la Divina Misericordia que San Juan Pablo II recomendaba, especialmente desde la canonización de Santa Faustina Kowalska el año 2000. Comenzó ayer y termina el próximo domingo, II después de Pascua. El Señor pide que cada día le «llevemos» determinadas personas; es decir le pidamos especialmente por ellas. Hoy «las almas de los sacerdotes y religiosos», pues a través de ellas «mi Misericordia fluye hacia la Humanidad». Podemos sumarnos a esta petición y acogernos con fuerza y confianza a la Misericordia divina a través de algunas de las formas de devoción que el Señor le señaló a Santa Faustina, como por ejemplo el Rosario de la Misericordia. «Cuánto más confía el alma, más alcanza», dice el Señor. Pidamos, pidamos mucho; ahora especialmente por el Papa y la paz del mundo. Y practiquemos la misericordia con el prójimo, para que el Señor sea también misericordioso con nosotros». También podemos acordarnos de pedir a las tres de la tarde, la hora de la Pasión del Señor, contemplándola un momento. «Esta es la hora de la gran misericordia para todo el mundo. En esta hora no negaré nada al alma que lo pida por los méritos de mi Pasión». Que el Señor nos escuche, y su Madre interceda por nosotros.
Juan M.